El advenimiento del primer milenio estuvo precedido de numerosos augurios apocalípticos. Los más fatalistas predecían el fin de la vida en la tierra, mientras que otros, vaticinaban todo tipo de epidemias o calamidades.
Nuestro tránsito del Siglo XX al XXI lo hemos hecho también como si se fuese a acabar el mundo, temor éste con carácter de Profecía para los Testigos de Jehová, que lo interpretan como los últimos días para el Orden actual establecido entre las naciones y sus pueblos.
La humanidad comprendida en la orbe capitalista se ha comportado de una forma frenética, compulsiva, voraz y agresiva para con sus semejantes, léase Irak, Afganistán, las Torres Gemelas y un largo etcétera. Con la desintegración de la Unión Soviética y la caída del muro de Berlín, parecen haber caído también los soportes éticos de la convivencia entre las personas y las naciones, predominando la perversidad y la ignominia.
Desaparecido el miedo a lo antagónico, ya no hay freno ni justificación y todos se muestran tal como son en ese circo frío y miserable que es el poder del dinero. Nunca hubieron a la vez tantos millonarios y tanto pobre de solemnidad como ahora. La sensación de injusticia, indignación y riesgo de fractura social son mayores que nunca y se están manifestando ya los primeros conatos de desobediencia civil.
Hemos iniciado el siglo y el milenio con la angustia de que no lo vamos a ver acabar y la sensación depresiva de no saber a ciencia cierta hacia dónde vamos a ir a parar. La idea de una gran revolución ética del hombre para el hombre y para el mundo, que modifique el injusto Orden social imperante, parece ser la única salida si queremos que la vida siga siendo posible sobre la Tierra.
Estamos obligados a cambiar la cultura del Tener y Consumir, por la del Ser y Respetar el mundo y la vida, con todos sus recursos. Amen
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