El síndrome en cuestión podría definirse de la siguiente manera: (....) lo hecho una vez puede repetirse muchas veces con pruritos cada vez más débiles; a cada caso sucesivo mayor, mayor naturalidad e informalidad, y menos deliberaciones o motivos.
Günther Anders, desarrollador de este síndrome, explica de esta manera la progresiva desensibilización frente a lo monstruoso, a través de una especie de habituación y acomodación a cualquier cosa, por ignominiosa que sea: "si aquello a lo que propiamente habría que reaccionar se torna desmesurado, también nuestra capacidad de sentir desfallece. Ya afecte esta "desmesura" a proyectos, logros productivos o acciones realizadas, el "demasiado grande" nos deja fríos, o mejor dicho, ni siquiera fríos, sino completamente indiferentes: nos convertimos en "analfabetos emocionales", que enfrentados a textos demasiado grandes, somos ya incapaces de reconocer lo que tenemos ante sí.
Seis millones no es para nosotros más que un simple número, mientras que la evocación del asesinato de diez personas quizá cause todavía alguna resonancia en nosotros, y el asesinato de un sólo ser humano nos llene de horror" (1)
Anders pone el dedo en la llaga al postular que nos encontramos ante un desfallecimiento que tiene una consecuencia trágica: la de hacer posible la repetición de lo peor. Y ello sucede porque lo que desfallece es el sentimiento de responsabilidad. Anders sostiene que cuanto más complejo se hace el aparato en el que estamos inmersos, cuanto mayores son sus efectos, tanto menor es la visión que tenemos de los mismos y tanto más se complica nuestra posibilidad de comprender los procesos de los que formamos parte o de entender realmente lo que está en juego en ellos.
Hemos pasado de ver el rostro asustado e iracundo de quien estaba a punto de atravesarnos con su bayoneta en las trincheras de la 1ª Guerra Mundial, a unos padres (pues la mayoría de víctimas de las guerras actuales son civiles) desgarrados por el despedazamiento de su hijo a cargo de un ligero aeroplano (dron) sin piloto, pero cargado de bombas y radares. Muerte ejecutada a larga distancia por sistemas informatizados, que requieren la supervisión de unos señores que han programado el ataque en su horario laboral y que se irán a comer tan tranquilos sin ser conscientes de las atrocidades cometidas.
Nadie vió caer la bomba, nadie asume en su conciencia la muerte de esos inocentes ni de la injusticia de la guerra en sí, por inevitables que sean. Nunca hubieron tantos Poncio Pilatos sueltos como en los tiempos que corren, ni fueron tan grandes las albercas donde lavarse las manos manchadas de sangre.
Retomando el síndrome de Nagasaki, ya da igual sin son 87 o 5000 los beneficiarios de las tarjetas negras de Caja Madrid o Bankia, que yo rebautizaría como "Tarjeta Papá Noël & Alí-Babá".
La indignación ya no puede crecer más en función del número de ladrones, ni de la cuantía de lo robado. Nuestro aparato mental no está preparado para soportar semejantes incrementos de rabia e impotencia y opta por desconectarse. Al igual que un excesivo incremento del dolor físico nos conduce al desmayo y pérdida de conciencia. No voy a repetir ese tópico mentiroso de que la Naturaleza es sabia; pues de lo contrario no estaríamos en el mundo, salvo el reino vegetal y el animal. La especie humana es necia, cobarde y miedosa.
¿Padece España el síndrome de Nagasaki? ¿Estamos ya anestesiados ante tanta corrupción y maldad?
¿Nos hemos inmunizado totalmente contra la reacción y nos volvemos cómplices de los delincuentes en ese invisible puente aéreo de Nagasaki a Estocolmo? ¿Podremos despertar? Claro que PODEMOS.
(1). Anders, G. Nosotros los hijos de Eichmann.
Muchos de los datos los he obtenido de este estupendo libro que acaba de publicar el Dr.Josep Moya, titulado: "Maldad, culpa y responsabilidad". Os lo recomiendo.
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